Ladrón de agua

Antes de la temporada seca el agua dejó de volver por las cañerías. Se escribieron cartas al gobierno local y al nacional y estas fueron contestadas con razones que ofendieron a los vecinos desaguados. En dos días reinó la mugre. Los baños no descargaban la inmundicia cotidiana y todos comenzaron a cagar en jabas de nylon. Un edificio de apartamentos sufre daños colaterales cuando falta el agua, su acarreo en cubos, palanganas, baldes de todo tipo, supone el accidente comprensible del agua derramada, rápidamente convertida en sucio fango pisado por zapatos, llamado en Cuba patiñero.

Al atardecer, en silencio e inaudita disciplina, se armaba una fila de pobre gente, especie de arria de mulas, pero para llevar la íntima mierda de la tarde. Sin conversar buscaban los resquicios del barrio; esos donde la suciedad no queda empeorada, para dejar, como quien abandona a un niño o pone una bomba, la jabita o inodoro portátil.

Se extrañaba la ducha, el agua dejada correr, el descuido de no ahorrar lo básico. Fregar los platos, lavar la ropa, limpiar el piso, son faenas de común extenuantes, pero sin agua quedan en la lista de posibles nuevos trabajos para Heracles.

Las plantas ornamentales se adaptaron a consumir alimentos impensados antes de la penuria del agua. Algunos helechos devoraban galletas y yo tuve una malanga bebedora de refrescos y hasta de tragos fuertes.

Y llegó el día en que la desvergüenza de la miseria compartida nos hizo hablar de secretos hediondos, como el de cuántos días llevo sin bañarme o hasta dónde llega la montaña de trastes sucios.

Nos dejó el moho, como quien se muda con tristeza a un hogar mejor. Las paredes no albergaron más la humedad que preocupa y fue sustituida por la grieta que el sol hacía avanzar como vemos en los mapas que avanzan los ríos. Si la humedad ablanda, la resequedad separa y derrumba.

No hay suceso que nos haga más miserables, más compleja y diversamente miserables, como no tener agua. La sed se aplaza, lo limpio ofende, los jabones perduran como reliquias de antepasados. Si tienes mucho dinero intentas comprar el agua que no viene. Si eres pobre serás un pobre sucio, a un paso del pordiosero.

Pero hay una fase del dolor que todavía no embrutece. Los bandidos que aprovechan, desde la primera sociedad humana, los desvaríos de las leyes y las reglas y las órdenes, inventaron (sagrados violadores de las podridas normas) cómo desviar el agua que mana de una fuente inocente a la nuestra, perdida por el tiempo y el vacío.

Un pequeño motor instalado a una tubería fértil, arranca del torrente el agua que de pronto nos va mojando. El llamado ladrón de agua es un delito a voces coreado. Se pronuncia su milagroso nombre, se divulga su eficiencia, se adora en secreto su llegada.

Poco a poco se acostumbran las matas caseras al agua de la tarde. Su agradecimiento está en el verdor repentino que las adorna. Se vuelve a la privada acción de hacer la propia caca acompañado de alguna revista milenaria, sin noticias sobresalientes y extreñidoras.

Se oye otra vez al cantante de boleros bajo la ducha, en un entrecortado concierto de agua desparramada y suspiros.

Parecen todos limpios. Los vecinos se asoman a los balcones entalcados y frescos para decir adiós a los que llegan del trabajo, ahora risueños.

Nadie ahorra. De la escasez no se pasa, así nada más, a la responsable convicción de lo correcto, lo justo o lo cívico. El trauma que deja la temporada sin agua se arranca de cada cual de maneras diferentes. Los que siguen siendo más pobres aun después del agua recibida no hacen una fiesta ni dan gracias a seres de otra vida, sino que tratan al agua como a una madre malquerida y perezosa, que, habiéndose ido sin aviso, ahora regresa como si siempre hubiera estado y sin traer riqueza nueva a la vieja tristeza conocida.

El agua se malgasta, se bota, se escapa por ocultos y diminutos orificios que el tiempo abre para saber que pasa y que todos llamamos salideros. Es la venganza del pobre botar sin pudor el agua que no le cambia los días.

El agua limpia se encuentra en su accidentado camino callejero, huida de las casas, escapada, con el calor del asfalto, que la manda lejos al cielo. Por un camino viaja el agua clara y por el otro la albañal, pestilente, oscura, fugada de su sucio recorrido. A ambos ríos los miro con molestias en el alma. Uno me recuerda que se nos va lo puro y cristalino y el otro nos salpica para que no olvidemos que somos parte de la porquería.

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