“Si hubieras visto lo íntimo, de su vida y de su alma,
como lo ha visto el maestro, qué diferente pensaras.”
Raúl Ferrer
“Lo penalizaron”, “lo detuvieron”, “lo expulsaron”. Las suspensiones escolares son cosa frecuente en casi todas las escuelas alrededor del mundo. Si un alumno comete una falta que el maestro considera inaceptable, el infractor termina expulsado de la clase por horas o por días. Si las faltas disciplinarias son muy graves, los transgresores son despedidos de la escuela de manera temporal o permanente. Este modo de lidiar con la indisciplina y con el que es “diferente” se traduce luego en sociedades donde aquel que actúa fuera de la norma, o no se circunscribe a las reglas de los que mandan, termina aislado, encarcelado o desterrado.
El tema me toca de cerca. Durante todos estos años de ejercer como maestro, cientos de jóvenes han pasado por mi aula y no recuerdo haber expulsado o suspendido a ninguno. Como todo docente, he tenido casos de muchachos que han cometido indisciplinas y que, según las reglas de la escuela, merecían una expulsión (o al menos una detención en la oficina del director). Sin embargo, creo que las medidas punitivas que aíslan a los jóvenes y que los separan del resto de su colectivo, más que ayudar, ahondan el problema de indisciplina y frustración. Por otra parte, cuando separamos o cuando condenamos al ostracismo, al mismo tiempo estamos reconociendo nuestra incapacidad para encontrar remedios que curen y regeneren.
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo controlar a los llamados “malos estudiantes”? El aula, como las sociedades humanas, es un arcoíris de personalidades y caracteres. Por lo tanto, los maestros deben planificar una lección para el colectivo, pero también deben de individualizar la enseñanza. Hace unos años el director de la escuela donde yo impartía clases, me trajo a un alumno “incontrolable”. El chico, un afroamericano de 13 años a quien llamaré Juanito, había sido expulsado de casi todas las aulas en las que había estado matriculado. Juanito se peleaba constantemente con sus compañeros y profesores. El director, que sabía de mi filosofía educacional, decidió traerlo a mi aula. Me lo mandaban a mí para ver si el chico al menos concluía el último grado del nivel secundario.
Lo primero que hice fue indagar. ¿Por qué Juanito se comportaba así? ¿Cuál era la dinámica familiar que hacía del niño un rebelde? ¿Cómo canalizar la energía que aquel joven emanaba? Averiguando, descubrí que el muchacho venía de una familia disfuncional. Peleas, divorcio y penurias económicas habían sido una constate en la vida del niño. Después de observar al chico y preguntarle por sus gustos y preferencias, descubrí que le encantaba dibujar y que, además, era “mandón”. Eso me dio algunas ideas para armar un plan inicial de como lidiar con sus problemas de disciplina. Y le di responsabilidades.
Juanito se convirtió en mi ayudante. Tomaba la asistencia todos los días y era el encargado de dibujar las palabras nuevas. Desde que llegó a clase, se encargó de pintar mariposas, rosas, y cada objeto que estudiábamos en el vocabulario de español. Después, colgábamos en las paredes del aula los carteles artísticos que él hacía. Así, el resto de los alumnos tenía la oportunidad de practicar el nuevo léxico con aquellas imágenes. Cuando hacíamos pan (tengo una panera en el salón de clases) Juanito me ayudaba a mezclar la harina, el agua y la levadura. Llegó el momento en que en la clase ya no se comió más el pan del maestro sino el pan de Juanito. Su comportamiento empezó a experimentar una transformación extraordinaria. En una ocasión llamé al padre del niño para felicitarlo por la conducta del muchacho. El hombre no podía creer que yo le estuviera hablando de Juanito: “Profesor” me dijo, “¿usted está seguro de que ese de quien habla es mi hijo?”. Y es que, por años, todas las llamadas que el papá había recibido de la escuela habían sido de quejas por la conducta del muchacho. En la ceremonia de fin de curso de ese año, el niño recibió el galardón de excelencia como el mejor de mi clase y se graduó de secundaria.
Educadores y padres, investiguemos sobre la vida de los jóvenes. Una vez que sepamos más sobre ellos, entonces será posible crear estrategias para instruirlos de manera efectiva. Con frecuencia, detrás de las indisciplinas, se encuentra el deseo de los jóvenes de hacerse notar y ser validados. Canalicemos esa energía positivamente. Hagamos de las aulas el primer laboratorio democrático de las sociedades, un lugar donde los jóvenes pueden expresar y hacer valer sus criterios y contribuir a mejorar su entorno. Si los estudiantes muestran desinterés por la clase, pidámosles consejo a esos mismos estudiantes de cómo podemos hacer la clase mejor.
Por último, tratemos a los niños con amor. Pero no con un amor abstracto de palabras y retórica, sino con hechos. Miremos a los estudiantes con los mismos ojos con que miramos a nuestros propios hijos. Que los jóvenes sientan que el salón de clases es una extensión del hogar, un refugio tierno donde los errores son superados y donde (¡siempre!) tendrán la compresión y el apoyo amoroso e incondicional de sus maestros.
Muchos Juanitos y muy pocos Carlitos, Algun dia deberia ser alreves.
Cierra Cayuco.