“Benny”, como lo llaman en el vecindario, vive en un pequeño apartamento de tres cuartos que le entregó el gobierno a su familia en los años setenta, tras la muerte de su tío en la guerra de Angola. Su timbre es uno de los ocho que hay en el piso 14 de un edificio de 18 niveles, que levantaron hace medio siglo algunos de sus vecinos. Al de Benny y a otro millar de edificios de La Habana se los conoce popularmente como “de microbrigada”, porque los construyeron sus propios habitantes, ladrillo por ladrillo, en uno de los planes habitacionales más ambiciosos puestos en marcha después del triunfo de la Revolución. Bajo las órdenes de arquitectos e ingenieros, y a partir de modelos exportados de los países socialistas, miles de brigadas de trabajadores se ofrecieron como mano de obra para lograr la propia casa y alivianar la crisis terminal de vivienda que arrastraba la isla.
Ese apartamento donde Benny sigue viviendo quedó prácticamente congelado desde que él llegó. A lo largo de los años llevó a vivir a algunas mujeres, pero nunca se casó. El último amor marchó por la misma época en que llegó la enfermedad en la retina y perdió la visión. Hoy, a sus 55 años, duerme en una de las tres habitaciones con su sobrina y el esposo. Sus dos hermanas ocupan dos habitaciones más; una de ellas trabaja en la Aduana de la República y la otra, como tantos cubanos, sale a buscarse la vida vendiendo productos o en lo que “caiga” durante el día. Hasta hace tres años también vivía su madre, que murió por complicaciones del corazón, el asma y los riñones. La casa de Benny es incluso lugar de paso de una noche o varias semanas, cuando llegan familiares del interior.
Aunque Benny y sus hermanas han aprendido a respetar la privacidad del otro, no hay espacio suficiente entre esas pocas paredes para cumplir con una de las premisas impuestas por la pandemia: quedarse en casa. Además, los alimentos que casi siempre dan justos para el día, obligan a la familia de Benny a seguir saliendo a buscar las raciones que entrega el gobierno a través de la “libreta de abastecimiento”, o pagando los altos precios de otros centros de distribución. Pese a todo, dice, es una suerte tener un apartamento donde vivir y la amistad del vecindario.
—Sin ellos todo me sería mucho más difícil. Son como mi familia —dice moviendo sus manos negras que parecen esculpidas en ébano, tras unos cuantos años cargando los trastos de la célebre banda de metal Zeus, o pesadas balas (garrafas) de gas sobre sus espaldas para repartirlas en el edificio.
Es una mañana como casi todas; Benny está sentado en el banco frente a su edificio. Habla animadamente con los jóvenes del barrio o con ancianos que oyen su afición por los conciertos de rock y sus anécdotas del underground cubano. A unos centímetros, está apoyado su blanco bastón de ciego.
—He pasado por momentos muy difíciles desde que perdí la vista —dice inmediatamente—. No puedo ir a los conciertos ni ganarme la vida como hacía antes. De todos modos, no he perdido la fe en que otra operación me la devuelva.
Hace varios años, Benny tuvo un desprendimiento de retina por el esfuerzo físico. Hoy su vida se despliega entre las cuatro paredes de su casa, el banco de la cuadra y la amistad con muchas de las familias que ocupan los 138 apartamentos que alberga esa mole de hormigón. A veces visita a sus vecinos más allegados para tomar una taza de café o conversar un rato. Marisela, una vecina cercana, se ocupa de prepararle almuerzo y lo ayuda con las cosas básicas. La edificación se encuentra al final de uno de los repartos (barrios) de la parte obrera de Nuevo Vedado, una barriada donde también se levantan oficinas gubernamentales, embajadas, casas majestuosas habitadas por militares, artistas y funcionarios o personas que las heredaron de familiares que fallecieron o emigraron a Estados Unidos después del triunfo de Fidel Castro. La diferencia salta a la vista con sólo desplazarse unos metros.
El edificio de Benny está ubicado a pocos metros de la Plaza de la Revolución, en el municipio que, según las cifras oficiales, más ha envejecido en Cuba, y uno de los más afectados por el coronavirus.
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Los primeros edificios de microbrigada se comenzaron a levantar a gran escala a partir del 17 de febrero de 1971 en Alamar, un reparto en la periferia habanera. El propósito era que los trabajadores participaran en la construcción de sus propios hogares bajo la supervisión de especialistas. Durante el tiempo de la obra, su centro de trabajo les pagaba el salario íntegro y les entregaba un permiso para que se dedicaran a sus nuevas funciones. De esa forma se levantaron edificios de 5 plantas (llamados Pastoritas), otros más grandes de 12 y hasta unos de 18. En las obras participaban frecuentemente técnicos rusos o de otros países socialistas. Los propietarios de la vivienda podían luego pagarla en cuotas mensuales de acuerdo con cada salario, o al contado. Pero ese monto era mucho más bajo de lo que invertía el Estado en la vivienda, y el plan dio grandes pérdidas para las arcas gubernamentales. El Estado se quedaba con un 20 por ciento de los apartamentos y el resto se los entregaba a los trabajadores en asambleas laborales. Ese tipo de prácticas se impuso después de que Fidel Castro eliminó en el año 1960 la lotería, cuyas ganancias iban a la construcción de viviendas.
Según recoge en su libro el arquitecto Roberto Segre, ya en 1975 había más de 30.000 obreros trabajando en 1.150 microbrigadas. En 1983, ya habían edificado más de 100.000 viviendas en todo el país. Años después, tras el derrumbe del campo socialista, Cuba comenzó a sentir los estragos económicos de lo que se conoció como el “Periodo Especial”. Se detuvieron las construcciones de este tipo y los microbrigadistas volvieron a sus centros de trabajo o fueron reubicados en otros puestos. A partir de entonces, los edificios no recibieron la misma atención del gobierno y algunos han entrado en un estado de visible deterioro.
—Este edificio tiene salideros (pérdidas de agua), necesita reparaciones en las tuberías hidráulicas, tiene averías, tupiciones (obstrucciones). Hay una empresa del Estado que debería ocuparse de todos esos problemas, pero apenas lo hace porque dice que no tiene recursos. Entonces los vecinos deciden hacerlo por su cuenta” —dice Iván García, el encargado de cuidar los ascensores.
Iván tiene tres hijos, ocho nietos, y es el único sobreviviente de las tres personas que se dedicaron a ese oficio en años anteriores. Conoce los rincones del edificio al detalle. Junto con un amigo, arreglan los problemas de cada apartamento y en los edificios cercanos: plomería, azulejado de cocinas, baños, algún trabajo de albañilería. Llega todos los días a las 8 de la mañana y se marcha en la tarde hacia su apartamento ubicado en uno de los barrios obreros de La Habana, El Cerro.
A los 54 años, es un hombre delgado y ágil, con una mirada avispada y el cuerpo de un corredor de fondo. Estuvo casado durante ocho años con una de las hermanas de Benny.
Los 552 habitantes del edificio tienen diferentes profesiones y provienen de distintos estratos sociales. Antes de trabajar en el mantenimiento, Iván era técnico de oxígeno del hospital pediátrico de El Cerro. Nunca pudo olvidar a aquella niña en terapia intensiva a quien vio morir. “Yo no me despegué de ella para suministrarle oxígeno. La vi morir y aquello fue muy duro para mí”, dice.
En 1983, Iván ingresó en la sociedad secreta de Abakuá, una fraternidad religiosa extendida por toda Cuba que sólo pueden integrar hombres. Su religión, asegura, lo ha hecho mejor persona. “Los Abakuá son una hermandad, una unión, pero ahora los muchachos la han cogido para hacerse los guapos. Significa mucha ayuda entre los compañeros. Un Abakuá tiene que ser buen hijo, buen padre, buen hermano, buen amigo, buen esposo y mostrar mucho respeto”.
La fe también lo ayudó a comprender la psicología de las personas, algo necesario en pequeñas comunidades consolidadas, como la del edificio. “Hay muchas personas de distinto carácter y clase social. He aprendido gracias a mi formación a relacionarme con todos. Hay vecinos autosuficientes, otros más unidos. La convivencia es bastante buena, dentro de lo que cabe”.
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Benny comenzó a visitar algunas tardes a la familia Hernández, que pronto le tomó cariño a ese hombre locuaz, de modos sencillos, que pasaba regularmente a dejar el gas licuado. Mientras lo invitaban a una taza de café negro, Benny rememoraba su amor por el rock y hablaba encendido de la vida de todos los días y del deporte, como todos en ese edificio, como todos en La Habana y todos en Cuba. Sabía que Miguel Hernández, el jefe de familia, era uno de los periodistas deportivos más reconocidos de Cuba.
En los 35 años que trabajó como reportero del diario oficial Granma, hasta el año 2009, Miguel Hernández cubrió cinco Olimpiadas, y se prepara para asistir a los Juegos en Tokio, invitado por el Comité Olímpico internacional. Hoy vive en la ciudad de Atlanta, Estados Unidos. Su esposa Sonia Sánchez y su hijo Michel, que también son periodistas y también trabajaron en el Granma, todavía ocupan el mismo apartamento. Viven del dinero que deja el oficio y lo completan con las remesas que envía Miguel.
Cuando tenía 27 años, Miguel dejó por varios años su puesto como cronista deportivo para ponerse el casco de obrero y levantar el nido familiar. Corría 1980, su esposa estaba embarazada y no tenían casa donde vivir. Se integró en una microbrigada que levantó un edificio a pocas cuadras del que aún habitan su hijo y su mujer.
—No integraba yo en ese momento el club selecto de periodistas que sin ir de forma permanente a la microbrigada estaban predestinados a recibir un apartamento— recuerda al otro lado del teléfono, desde Atlanta—. Así que no tuve otra alternativa que despedirme de la máquina de escribir por cuatro años.
Antes de alistarse para la construcción del edificio, Miguel compartía la casa con su esposa, sus suegros y su cuñada, en un pequeño apartamento en lo profundo del reparto San Agustín, más cercano al municipio Arroyo Arenas que a la Lisa, en la periferia de La Habana. El sacrificio valió la pena, dice, porque terminó ocupando un apartamento en el Nuevo Vedado “obrero”, con sus altos edificios de 14 y 18 plantas.
–A partir de un buen día del 80, la vida cambió. Entre una cosa y otra me llevaba casi dos horas llegar desde casa al nuevo trabajo. Me despertaba a las cinco de la mañana, iba en busca de la Ruta 193 de muy contadas guaguas, un periplo que parecía interminable. Al terminar la jornada, sobre las seis de la tarde, volvía en el ‘trencito de Tulipán’, que si mal no recuerdo tenía destino final en Guanajay.
Durante los años de la construcción, el reportero se dejó la barba y su piel blanca se curtió con el sol de la isla. “Por dejadez no me convertí en experto en ‘dar fino’ a las paredes, ni en colocar azulejos, en fin, sólo me ‘especialicé’ en ser ayudante de albañil, en cargar sacos de cementos, en ayudar a preparar la mezcla o los moldes de prefabricados en una planta de producción cercana para los balcones de lo que sería nuestro hogar. En 1984 tuvimos nuestra propia casa, bendecidos por nuestro propio esfuerzo”.
Aquel esfuerzo bendito que Miguel hizo 37 años atrás, a miles de kilómetros de la ciudad de Atlanta, sigue cobijando hasta hoy a su esposa y a su hijo. Doce pisos debajo de Benny, una sala equipada con muebles modernos de cuatro piezas y una pantalla plana amurada a la pared y tres habitaciones modestas, una de ellas preparada para llevar a cabo las tareas periodísticas.
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El problema de la vivienda en Cuba no se ha podido solucionar a pesar de las primeras promesas de Fidel Castro. En los primeros años de la Revolución se ejecutaron importantes proyectos para enfrentar esta situación heredada de gobiernos anteriores, entre ellos el programa de construcción de los edificios de “microbrigada”, pero en las últimas décadas la crisis habitacional se profundizó.
Una de las razones es la emigración hacia la capital de la isla desde todo el país, especialmente de la zona oriental, donde la situación económica y la falta de oportunidades se hicieron crónicas. El paso de huracanes y tornados también dejó sin casa a miles de habaneros y los obligó a vivir en albergues, a veces durante más de 20 años, en los que formaron incluso sus propias familias a la espera de un nuevo hogar.
El movimiento de microbrigada tuvo dos momentos de esplendor. El primero fue la década del 70, cuando surgió. Hasta que empezó su declive, a inicios de los años 80, se llegaron a construir 100.000 viviendas en toda la Isla, explica el arquitecto Miguel Coyula en un reportaje del portal Periodismo de Barrio. El segundo fue en 1986, cuando Fidel Castro impulsó el Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas con la meta de enmendar conflictos, malas prácticas y problemas de la Revolución. Desde ese momento hasta la caída del Muro de Berlín —y el campo socialista— en 1989, se organizaron 35.000 microbrigadistas y construyeron más de 15.500 viviendas, 1.550 consultorios médicos, 111 círculos infantiles y 22 panaderías. También participaron en la construcción de las obras deportivas de los Juegos Panamericanos de 1991, escuelas, policlínicos y terminales de bus.
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El edificio de Benny, de Iván, de la familia Hernández, tiene una vida dentro de la que se viven muchas otras. Su ritmo habitual ha sufrido una gran pausa por la pandemia: sus ocupantes se han replegado a sus apartamentos lo más posible y observan el mundo desde sus balcones y ventanas. Ya no entran y salen los jóvenes durante la madrugada, ni se oyen los beats de reguetón que habitualmente rompen el silencio desde los pisos más bajos.
Hoy, la mayoría de los gritos provienen del interior de los apartamentos: del encierro. Pero a veces, durante la noche, un grupo de adolescentes se reúnen en la planta baja a pesar del toque de queda de las nueve. Juegan con sus celulares; discuten sobre sus artistas de cabecera. Algunas parejas se besan en la penumbra de las escaleras, y buscan la privacidad que no disponen en el espacio reducido de sus casas, donde muchas veces comparten su habitación con otros miembros de la familia. Por la calle, alguna patrulla de policía vigila que se cumplan las normas dictadas por las autoridades. Es la vida que escapa del hormigón y se pierde en la noche de Nuevo Vedado hasta que amanece y el ritmo del edificio vuelve a empezar.
Benny se asoma a la calle con su bastón de ciego, acaso Iván se prepara para arreglar unas tuberías de agua de un apartamento que comenzó a filtrar hacia el piso inferior. Miguel, quien ya recibió las dos vacunas de Pfizer, se comunica por teléfono con Sonia y su hijo Michel, que ya tiene 40 años, y les dice que espera volver pronto, cuando la pandemia en Cuba esté mejor.
En la farmacia que hay a la entrada del edificio, muchos ancianos y ancianas han amanecido haciendo cola porque hoy abastecen los medicamentos. La mayoría no podrá adquirir hipertensivos o antibióticos porque escasean debido a la crisis que antes de la pandemia ya vivía el país. La situación es de aparente normalidad: las personas hablan de sus rutinas, un joven padre juega al béisbol con su pequeño hijo en el portal del edificio, los vendedores ambulantes siguen ofreciendo bolsas de pan, galletas de sal, yogurt de fresa o algún otro producto que escasea en la red de mercados en moneda nacional. La televisión sigue dando a las nueve en punto el parte habitual de las autoridades sanitarias, con el que se reporta el aumento de los casos de coronavirus y las muertes por la enfermedad.
Una de esas noches, un taxi se detiene frente al edificio y bajan dos personas cubiertas por completo con trajes verdes. Son médicos. Hacen preguntas a un señor mayor y suben al elevador. La curiosidad asalta a los vecinos que merodean la planta baja. Unos minutos después los hombres salen acompañando a un muchacho que dio positivo de COVID-19. Lo suben al taxi de la flota que dispone el Ministerio de Salud Pública durante la pandemia y lo llevan al hospital. Sus padres quedan aislados en el inmueble. Todos miran la escena con preocupación. Nadie quiere ser el próximo. A pesar de que afuera el mundo sigue girando, las carencias han aumentado por la crisis económica y la mayoría de ellos necesita salir diariamente a trabajar.
Hace pocos días, murió por coronavirus un joven que vivía a menos de una cuadra del edificio. Tenía 32 años y era profesor de educación física. Su muerte conmocionó al barrio. “Era muy buen muchacho”, recuerda uno de los vecinos a la espera de su turno para comprar antibióticos. “Es verdad que los contagios en Cuba no han estado tan altos como en otros países a pesar del nuevo rebrote, pero ya yo no puedo más con el encierro, con mis nietos sin salir de casa y sin poder salir a hacer mis ejercicios”, dice una señora de 70 años. Otra llama a la calma mientras y le dice que aguante, que queda poco. “Es preferible estar un tiempo más así que contagiarse y ser la próxima a la que vengan a buscar al edificio”. Algunos asienten con un movimiento de la cabeza.
Todos saben que ese viaje en taxi o en ambulancia puede ser el último.
* Este artículo es parte de El último techo, un especial transnacional del Laboratorio de Periodismo Situado. Se publica con la autorización expresa de su autor.