El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.
Antonio Machado
Un afiche estadounidense de allá de por la década del 40 del siglo XX promovía el turismo a Cuba utilizando un código visual que se repetiría demasiadas veces desde entonces hasta hoy, tanto dentro como fuera de la Isla: una mujer sonriente saltando en el aire, en franca actitud rumbera, con sombrero de yarey, pañoleta al cuello y el correspondiente par de maracas en las manos. Arriba se leía una inscripción: “Havana. So Near and Yet So Foreign. 90 Miles from Key West”. Y debajo otra: “Visit Cuba”.
Pero eso que los expertos en turismo cultural denominan como “marca”, en sí misma un estereotipo, contiene sin embargo su dosis de verdad. Y es la comprobación de la cercanía física, hecho determinado por la geografía, y de la coexistencia, en ese breve espacio en que estamos, de culturas distintas —aunque ello no anule la presencia de un conjunto de influencias mutuas, históricas y actuales, buenas y malas, más allá de lo diferente. Visto desde arriba o desde abajo, el Estrecho de la Florida es a Estados Unidos lo que la frontera terrestre con México: el borde entre el Primer y el Tercer mundo, pero sobre todo el límite de culturas diferenciadas por orígenes, tradiciones, circunstancias y desarrollo histórico.
Digo esto porque durante años me ha solido perseguir, y hasta obsesionar —si cabe—, la pregunta de por qué los estadounidenses ven a Cuba de la manera en que lo hacen, y de los eslabones que intervienen en esas representaciones. Lo de “estadounidenses” es, desde luego, casi una licencia poética. En realidad con esta expresión me refiero al mainstream, un concepto controvertido, pero muy utilizado en estudios culturales y politológicos, que traducido sería algo así como “la corriente principal”. Básicamente, designa constructos, mensajes y consensos típicos de un público de clase media-clase media alta —ejecutivos, hombres de negocios, profesionales, etc.— que construye, en lo fundamental, sus representaciones de la realidad mediante instituciones difusivas y culturales para él especialmente diseñadas.
No se trata de las imágenes sobre Cuba y su cultura según se las ven determinados grupos y actores sociales —pienso, por ejemplo, en afroamericanos, feministas, comunidad LGBTQ—, en la medida en que pueden no ser necesariamente idénticas a las del universo arriba mencionado, aun cuando pueda haber entre ambos imaginarios ciertas áreas secantes. Si bien a estas alturas no estoy muy seguro de haber dado con las claves definitivas a la hora de responder(me) esa pregunta, he tratado de explicar(me) el problema partiendo de varias ideas centrales al cabo de estudios, lecturas, docencias, contactos, conversaciones, intercambios y otras experiencias. Una de ellas, haber vivido geográficamente distante de la bipolaridad Habana/Miami.
La primera, el hecho de que la estadounidense sea una cultura con un origen paralelo a la cubana en cuanto a sus elementos fundacionales, más allá del colonialismo como experiencia, algo que inevitablemente nos une. Estoy hablando de un conjunto de valores, ideales, creencias, derechos, sentido de la vida, tabúes y otras mediaciones que históricamente no han podido sino precondicionar una especie de gap que induce representaciones mentales inexactas, sesgadas, simplificadas y a menudo erróneas sobre la cultura, la identidad y la vida misma del otro, el ojo que te ve.
Ese mirador, de por sí bastante cóncavo, contiene un elemento adicional de no menor importancia: la barrera del idioma, pues si la lengua es una manera específica de comunicación que posibilita apropiarse del mundo, también puede dificultar o impedir la captación de la realidad cuando se trata de entender al otro. Habría que añadir, por supuesto, en lo que a la Isla se refiere, la existencia de un conflicto histórico donde Cuba figura como el más cercano de los enemigos, y que ha ocupado buena parte del horizonte visual durante más seis décadas, con el componente inevitable de la Guerra Fría, enraizado de mil modos en el imaginario político y social de Estados Unidos.
En segundo lugar, mencionaré el etnocentrismo —una noción que, para decirlo rápido, asume a Estados Unidos como una suerte de ombligo del mundo—, que conduce a los estadounidenses a no interesarse demasiado por lo que acontece más allá de sus fronteras (a la serie nacional de béisbol le llaman Serie Mundial, algo que curiosamente no hacen —digamos— los japoneses).
Una experiencia personal: nunca he podido olvidar que durante la administración Reagan, obsesionada durante tanto tiempo con el tema nicaragüense y la seguridad nacional, una evaluación conjunta del New York Times y de la CBS arrojó que solo el 32 % de las personas encuestadas pudo localizar a Nicaragua correctamente en el mapa. Unos la ubicaron en Suramérica; otros admitieron no saber dónde estaba; y muchos la colocaron en las cercanías de Irán o Iraq o la consideraron un país fronterizo con la Unión Soviética. El dato es susceptible de varias lecturas que no viene al caso abordar aquí, pero por lo pronto quisiera subrayar la siguiente: el público estadounidense había decidido que el tema no le interesaba, a pesar del bombardeo sistemático a que lo estaban sometiendo por entonces los medios masivos de difusión.
De lo anterior se deriva un tercer punto, y es que el lugar de Cuba dentro de la cultura estadunidense es más o menos el mismo que el de América Latina, adonde también pertenecemos al final del día. Visto el caso de manera retrospectiva, la región no ha sido un asunto prioritario, ni de alta visibilidad social excepto en escenarios de crisis. Después de los abominables sucesos del 11 de septiembre, los latinoamericanos han ido perdiendo todavía más importancia y cayendo, como me dijo una vez en su casa un politólogo bostoniano, “a un plano no fundamental en la diplomacia y la opinión pública estadounidenses”.
En todo caso, América Latina es focalizada abrumadoramente como ruta clave para el paso de drogas y como fuente emisora de demasiados emigrantes ilegales que arriban cada año a Estados Unidos, con el subsiguiente impacto sociodemográfico, económico y cultural en estados como California, Nuevo México, Arizona, Texas, Nueva York y Florida. La previsión de un agudo periodista neoyorquino de mediados del siglo XX parece entonces reafirmarse de nuevo: los estadounidenses harían cualquier cosa al respecto de América Latina, excepto leer sobre ella.
Basta en efecto con salir de condado de Miami-Dade para percatarse de que los cubanos casi no existen (en el país). Solo se les ven mediáticamente, de nuevo, en casos de crisis —digamos las protestas de julio pasado, y sus correlatos— o de éxitos y premios en la música, uno de los platos fuertes de la cultura nacional. La información sobre Cuba es descontinuada y asistémica. Dicho de otra manera: no está entre las prioridades. La Isla se percibe como un punto a la deriva en el mar de las globalizaciones.
Ese es, básicamente, el ojo que te ve.