Me gusta el béisbol pero no me clasifico como un apasionado. Le voy al equipo Holguín por herencia de mi abuelo y porque “La ciudad de los parques” es mi patria chica, pero no le sigo la pista en la Serie Nacional. Me emociona cuando el equipo Cuba disputa algún partido internacional, pero hace mucho no sé quiénes son las figuras que lo componen. Me alegra cuando leo noticias de peloteros cubanos que demuestran su valía y triunfan en la élite mundial de las Grandes Ligas, pero no sé en qué equipo juegan. O sea, no soy fanático de la pelota pero, eso sí, como muchas cubanas y cubanos, me es imposible mantenerme indiferente y hasta no ser parte de lo que sociológicamente provoca el juego de las bolas y los strikes. No puede ser de otra manera porque nuestro deporte nacional compone fuertemente nuestra identidad cultural.
Alguna vez Leonardo Padura, confeso amante del béisbol e industrialista “de pura cepa”, aseveró que la pelota es una representación de la vida cubana. Lo afirmó en una entrevista con el diario El País, en 2017.
En ese escrito, el periodista citaba un fragmento de “Yo quisiera ser Paul Auster”, un artículo escrito por Padura en 2012 y donde el escritor reflexiona acerca de que si constantemente no le preguntaran de política, sus respuestas, fueran del tema que fueran, no serían interpretadas con matiz ideológico.
“Podría hablar de asuntos amables, agradables, capaces de hacerme parecer inteligente, cosas de las que (creo) sé bastante: de béisbol, por ejemplo”, escribe con humor el autor de El hombre que amaba a los perros.
Tan enfática respuesta debió sorprender al periodista, que torció el rumbo del cuestionario literario. Como si fuera un pitcher amateur, el entrevistador lanzó una recta al medio, que quedó a la altura de las letras del entrevistado: ¿Y por qué nunca ha escrito una novela sobre béisbol?
“Porque todavía no he descubierto cómo hacerlo, pero me gustaría mucho. Creo que Cuba puede contar su historia sin hablar de sus escritores, de sus pintores o de su gastronomía, pero no puede hacerlo sin hablar de sus músicos o de sus jugadores de béisbol”, contestó el escritor, como si conectara un hit inatrapable, bien colocado, entre segunda y tercera bases.
A esa altura, con las bases llenas, al periodista, ya entregado al juego, le interesaba hurgar más en esa pasión beisbolera de Padura.
“¿Qué tiene el béisbol del alma cubana?”, mandó al plato.
Leonardo Padura, cuarto bate en estas lides, debió sonreír satisfecho y respondió con un batazo el jardín central, que se fue de jonrón:
“El béisbol llegó muy temprano a Cuba a través de Estados Unidos, todavía en el siglo XIX. Y en seguida se reveló como una manera de que la juventud cubana ilustrada, y después la población en general, se distinguiera de los españoles colonialistas. Y también era algo que venía del país modelo de aquella época: independiente, democrático y desarrollado. Rápidamente, dejó de ser solo un deporte y se convirtió en una representación de la vida cubana. Al finalizar los partidos, se tocaba música cubana. Primero, los jugadores eran todos blancos y los músicos eran todos negros. Pero hubo un momento en que el deporte fue creciendo y ya no había suficientes jugadores blancos: el resultado fue una aproximación étnica que creó un espacio de convivencia, de representación nacional y cultural, muy importante. La liga profesional cubana admitió a los primeros negros en 1900, mientras que en los Estados Unidos los negros solo entraron en las grandes ligas en 1948″.
Hace unas semanas retraté en vivo y directo esa pasión criolla, esa filosofía de vida nacional que bien contó el también autor de La novela de mi vida en su encuentro con el rotativo español.
Estuve presente en uno de los partidos de la 61 Serie Nacional. Fue en el estadio Latinoamericano, en La Habana. Se enfrentaban los equipos de Industriales y de Granma. El choque estuvo caliente y emocionante de principio a fin; o eso parecía, a juzgar por las excitaciones de los espectadores locales quienes captaron mi atención mucho más que lo sucedido en el terreno.
En efecto, pasé la mayor parte de los nueve innings que dura un juego de béisbol, casi cuatro horas, de espaldas a la competencia y atento al público.
Gestos variados. Rostros disímiles. Movimientos diversos. Algunos pocos, sentados. La mayoría, parados. Bailes, risas y cantos de un lado. Preocupación, silencio y nervios, del otro. Un swing fuerte y la bola se va, se va… de jonrón por el jardín central, como el batazo/respuesta de Leonardo Padura. Y en ese momento estalla El Coloso del Cerro. Gritos de excitación, por un lado. Caras tristes, por el otro. Aquello era más que un deporte, sin dudas. Era, como bien describió el escritor, una representación de la vida cubana.