Si algo enseña el estudio de un idioma es cuán variables pueden ser sus normas y formas de uso cuando se “aplatanan” bajo las condiciones de un sitio específico. El que hoy conocemos como idioma español, comenzó a expandirse hace poco más de cinco siglos con la unión de los reinos de Castilla y Aragón, de ahí al resto de la península ibérica y más tarde al resto de las colonias españolas en América, África y el sudeste asiático. El castellano, entonces, se transformó en el símbolo más preciado del naciente imperio español, pero en el camino debió ajustarse a la convivencia con otras lenguas, a transformaciones ortográficas y de significado, aceptar la entrada de palabras y expresiones que traducían un mundo desconocido.
En el vasto universo de las colonias, resultaba más complejo aplicar con rigor los mandatos del “buen decir”, por lo que en estas lejanas tierras las formas de hablar y expresarse tejieron una compleja red que respondía a la diversidad humana y cultural de las sociedades coloniales. Esos desarrollos estuvieron matizados por historias locales, por los componentes étnicos y los procesos de mestizaje, y también por la mayor o menor severidad con que las élites criollas aplicaran los designios lingüísticos que venían de la “Madre Patria”.
Lo que hoy conocemos como usos “vulgares” o palabras “tabú”, tiene mucho que ver con esa historia de encuentros y desencuentros a la que aportaron todos los grupos humanos reunidos en el Nuevo Mundo, a veces con resultados sorprendentes. Recuerdo que hace unos años, aprovechando la visita de una amiga panameña, jugamos a buscar las palabras que peor sonaban en Cuba y en Panamá. Para los isleños era criterio casi unánime que una de las palabras que peor suena en nuestro vocabulario es CRICA (así, en mayúsculas, es aún más desagradable, pero a nuestra colega del istmo ninguna tribulación le causaba). Sin embargo, en Panamá, es muy fea PICHA (designación para el órgano genital masculino que es, para nosotros, puro eufemismo). Y así, en un frenesí de lo peyorativo, pasábamos de la risa al sonrojo gritándonos:
-Picha
-Crica
-Picha
-Crica
-…
Hace unas semanas compartí esta historia con algunos amigos, tratando de indagar por las palabras que peor suenan en el español de Cuba hoy. Y, aunque la lista es larga, traigo algunos ejemplos interesantes de palabras que bien han sido tabuizadas o se usan como disfemismos (es decir, para incorporar un matiz peyorativo a aquello a lo que se alude).
Como nací en Pinar del Río, no me extrañó que una de las palabras que apareciera de inmediato fuera “sajornado” (y su derivado “sajornadera”), pues se usa mucho en Vueltabajo precisamente con el significado que recoge el Diccionario de la RAE: escocerse o excoriarse, comúnmente por rozamiento entre dos partes del cuerpo (especialmente entre los muslos). Lo interesante de este término, es que su origen no se remite a la península, sino a los tabaqueros canarios que emigraron tempranamente a la isla, los famosos vegueros. Para ellos, el “sahorno” consistía en la fermentación pútrida de las hojas del tabaco situadas en los cujes para su proceso de secado y que se manifestaba a través de manchas pardas entre la vena principal y el tallo, produciendo su caída.
Como en casi todas las sociedades, uno de los campos léxicos que más suele sufrir la tabuización es el relacionado con los genitales, el sexo o las partes del cuerpo asociadas a la excreción. Sin embargo, el hecho de que en nuestra cultura confluyeran visiones muy diferentes sobre el cuerpo, como la europea y la africana, hace que sea muy delgada la línea que separa los usos vulgares de los registros coloquiales más extendidos. Sucede con algunas palabras que, aun bajo un régimen de tabú, pueden ser escuchadas prácticamente en cualquier contexto y usadas por todo tipo de hablante. Es el caso de “pinga”, “cojones” o “pendejo”. A la palabra “pinga” le dedicaremos una reflexión independiente en la próxima entrega, por tratarse, quizás, de una de las palabras que más se ha enriquecido semánticamente en el español de Cuba, con variantes de uso en prácticamente todos los niveles de la lengua.
“Cojones”, aun siendo una palabra tabú por su referencia a los testículos, es muy popular y hasta recomendable en determinadas situaciones lingüísticas, sobre todo cuando es usada como fórmula de lamento ante una situación adversa, o como equivalente a valor o firmeza en un propósito: “para hacer eso hay que tener cojones”. Así, quien tiene mucho valor y arrojo es un “cojonú”, o también le pueden echar a uno una “cojonera”, es decir, un regaño, una reprimenda… Otros eufemismos asociados a los testículos y que constituyen alternativas cuando la situación lingüística es menos informal, son “berocos” (muy extendido en el ámbito rural) y “timbales”: “ese sí tiene los berocos bien puestos”, “me sale de los timbales”, etc. Mucho más vulgar, en relación con el pene, es la palabra “morronga”, aunque el término ha desarrollado un significado alternativo que expresa mala calidad: “esa película es tremenda morronga”. Para culminar con las palabras malsonantes asociadas a los genitales masculinos cito dos que causan bastante repulsión: “fana” y “sebingo”, ambas descriptivas de la capa blanquecina de suciedad que se forma sobre el glande. En la zona oriental de la isla, la referencia a un hombre como “fana” o “fanoso” constituye una de las peores ofensas posibles.
Otro caso curioso es el de la palabra “pendejo” que, aun cuando suena muy mal al oído común cuando hace referencia al vello púbico (sobre todo si se trata de vello abundante: “pendejera”), también ha desarrollado variantes cuyos usos están más extendidos y menos asociados al tabú. Pendejo, por ejemplo, es sinónimo de cobarde en Cuba (y quien se acobarda está “apendejao”), aunque el Diccionario de Americanismos registra otros usos en diferentes regiones del continente equivalentes a “tonto”, “ingenuo” o “infantil”. Ser “un pendejú” o “estar muy pendejú”, no se refiere a tener mucho vello en la zona del pubis sino, por equivalencia, a estar ya muy crecido y maduro para comportarse de forma infantil. Una “pendejésima”, expresa un lapso mínimo de tiempo, o algo que se logra “por los pelos”.
Entre la lista de palabras feas de nuestra variante del español, casi siempre se señalan, además, a palabras como “sobaco”, “grajo”, “gollejo”, “sicote”, “fondillo” o “verija”, todas relacionadas con partes del cuerpo. No obstante, recientemente han sido registradas por el Diccionario de Americanismos, dos singulares aportes de la moda cubana que no suenan precisamente bien: “pellizco” (pieza dentada con resorte para sujetar el cabello) y “bajichupa” (blusa sencilla de una sola pieza, generalmente de tela elástica y sin tirantes).
Feas o malas, vulgares o marginales, son clasificaciones muy prejuiciadas, casi siempre por relativismos culturales y morales que inciden sobre los desarrollos de la lengua. Sin embargo, son precisamente esos registros populares y su creatividad, los que más aportan a la modificación y singularización del español que hablamos hoy. Así que, a las palabras “feas”, pongámosle un poco de amor.
hello, las malas palabras no existen, lo que existen son palabras obscenas, xd