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Se venía anunciando, solo que el viajero no advertido no alcanzaba a desentrañar las señales. Varios días antes de la fecha señalada aparecieron en la ciudad kioscos para la venta de petardos. Y los niños, golosos, corrían con sus padres a hacer filas para adquirir los diversos ingenios pirotécnicos. Inmediatamente el barrio comenzó a experimentar un alza notable en los índices de ruido ambiental: la Noche de San Juan estaba próxima.
Como cada año, una buena porción del planeta celebra la llegada del solsticio de verano el 23 de junio. Es la noche más corta, que de antiguo el mundo pagano recibía con diferentes ritos presididos por el fuego, elemento que debía energizar al sol.

Juan Bauitista, según la Biblia, nació el 24 de junio, fecha en que Zacarías, su padre, mandó a hacer una hoguera para anunciar el suceso. De modo que uno y otro fuego, el sacro y el pagano, terminaron siendo el mismo, y ambas celebraciones se fundieron en lo que hoy se conoce como La Noche de San Juan, una de las festividades de mayor solera en España, donde adquiere características particulares dependiendo de la región.
He tenido mi primer San Juan en Barcelona. Es una verbena barrial, con cuadras engalanadas, mesas en las calles, comidas, bebidas, juegos infantiles, música, baile y fuego, mucho fuego, a donde se arrojan objetos vencidos por el desamor o el tiempo, misivas, deseos, listas de los sucesos infaustos ocurridos en el año anterior, peticiones de ventura para seres queridos, todo lo imaginable. El fuego como ente purificador, juez implacable de cuya ira hay que mantenerse a buen recaudo, al tiempo que se alaba su bondad, pues nos ofrece, luz, calor: energía.
Estuve una buena parte de la noche en la Parroquia de Sant Andreu del Palomar, más exactamente en la plaza Can Fabra, donde sería testigo de una hoguera monumental, varios castelles, las trepidantes interpretaciones del conjunto de percusión Satanica, la despiadada artillería de cohetes, triqui-tracas y petardos, y la alegría expansiva, contagiosa y vivificante de los vecinos. Todo el tiempo tuve en la cabeza “Fiesta”, la emblemática canción de Serrat sobre una noche parecida del pasado siglo.
Considerada como la noche en que se puede “soltar y atraer”, la de San Juan es propicia para los ritos individuales. Uno de los que más me atrajo consiste en escribir tus deseos en una hoja de laurel y luego darla al fuego. Si saltas tres veces una vela, cortas el mal rollo y abres una ventana a la ventura. Dejas un bol con agua transparente al sereno, para que absorba la energía buena del universo; a la mañana te lavas cara y manos con esa agua, y cuidas no mirarte al espejo hasta que el líquido no se haya secado del todo de forma natural: la buena suerte estará presente en tu vida… hasta el próximo San Juan, cuando debes reactivar el hechizo.

Mi agnosticismo raigal no me impide, obstante, participar de estos juegos mágicos. Algo hice de mi propia cosecha, como enterrar una moneda de 25 centavos de dólar con la imagen de Celia Cruz la noche del 23 en un jardín cercano a mi albergue; hoy al amanecer la recogí, y la diva parecía más alegre. En la tarde de ayer escribí una palabra con fieltro rojo en el fondo de un cuenco azul, que cubrí con granos de arroz crudo; lo puse en el balcón, muy cerca de donde tengo mi cama.
A la mañana noté que las palomas, visitantes frecuentes, habían terminado con los granos y la palabra, intacta, me recordaba que soy de un lugar, que amo a cierta gente, que me puede el dolor de los otros, y también sus ahora escasas alegrías; que tengo un sitio a donde siempre volver, y que mis hijos me hacen querer ser mejor, y no intentar cortar las amarras con el mundo.