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Medulares elementos hicieron de las suyas vidas extraordinarias que merecen ser contadas. En diálogo con sus necesidades e inquietudes existenciales, las virtudes de estas mujeres lograron vencer los rígidos convencionalismos de sus tiempos históricos y anticipadamente tallaron performances de un mundo que vendría después.
La chica que rompió la marcha
A la luz de los siglos su vida parece sacada de una novela costumbrista. Fue hacia 1880 —cuando las normas sociales coartaban las libertades femeninas y enmarcaban a las mujeres en “las actividades propias de su sexo”; o sea, la costura o las clases de piano, y sobre todo a servir diligentemente al esposo y los hijos—, que en exitosa y talentosa perseverancia esta cubana delineó su camino de predestinación.
A pesar de ser hija de españoles adinerados, Laura Martínez Carvajal y del Camino destacó por su modestia y por la voluntad de imponerse retos y afrontar adversidades. Su inteligencia fue siempre la de la niña prodigio que aprendió a leer con cuatro años y a los nueve terminó la enseñanza primaria con notas excelentes. Con estas letras lo reseñaría La ilustración cubana, en septiembre de 1885:
“Una niña de diez años, Laura M. Carvajal, se puso al frente y rompió la marcha, matriculándose para cursar estudios con validez académica en el colegio de San Francisco de Paula. Está en segundo año: opta, por supuesto, al bachillerato, y después… Doctora en Medicina o Leyes. El Sr. D. Vicente M. Carvajal, padre de Laura, hubo de luchar con el torrente de la opinión y las preocupaciones contrarias; pero fueron tan resueltos y eficaces los pasos practicados que logró vencer los inconvenientes”.
En efecto, con nota de “sobresaliente” en 20 de 21 exámenes reglamentarios y dejando boquiabierto al tribunal encargado de examinarla, Laura abrió el candado de las aulas universitarias para el sexo femenino en esta isla, al matricularse en las licenciaturas en Ciencias Físico-Matemáticas y Medicina de la entonces Facultad de Ciencias de La Habana.
Pero su etapa estudiantil no transcurrió sobre un lecho de rosas. Desde el primer año tuvo inconvenientes para asistir a las clases prácticas de Anatomía, pues dada la “crudeza” de la asignatura se le impidió participar en las disecciones de cadáveres desnudos y sanguinolentos. La restricción, que en principio parecía insalvable, fue allanada por Laura cuando convenció al decano de la facultad para que la autorizara a ingresar en el anfiteatro los sábados y domingos; así pudo conocer los secretos de la fisiología humana. Eso sí, debía ir acompañada de algún familiar.
Simultaneó su periodo teórico-práctico atendiendo pacientes pobres en el Hospital San Juan de Dios hasta que, tras acumular una serie de triunfos ininterrumpidos y un expediente apabullante, el 15 de julio de 1889, a punto de cumplir los 20 años, se convirtió en la primera cubana graduada en Medicina, e inmediatamente después comenzó los estudios en Oftalmología.

Contrajo matrimonio en 1889 con el oculista Enrique López Veitía, iniciador de los congresos médicos en Cuba. Juntos hicieron carrera, publicaron libros y fundaron la revista Oftalmología Clínica, ampliaron investigaciones y montaron una consulta particular de Oftalmología, por lo que Laura también trasciende como la primera mujer cubana que ejerció esa especialidad. A su dedicación como doctora y madre de siete hijos se unieron conocimientos de música, artes plásticas, literatura y botánica. Leía fluido en inglés y francés.
Involucrada en diversas labores filantrópicas integró el Bando de Piedad y de la Sociedad Protectora de los Niños de la Isla de Cuba, organización que atendía a niños abandonados. Además, con una de sus hijas fundó una escuela gratuita para pobres en la finca El Retiro, jurisdicción del Cotorro. Allí, sin dejar de trabajar, terminó su fecunda existencia el 24 de enero de 1941, minada por la tuberculosis que meses antes había llevado a la tumba al esposo y a una hija. La prensa, centrada en el curso de la Segunda Guerra Mundial, apenas refirió su deceso.
A Laura Martínez Carvajal se le evoca como referente de mujer científica y paradigma de perseverancia femenina en la lucha por los derechos profesionales. Incluso por encima de prejuicios y barreras mentales del siglo XIX, logró cumplir sus sueños de salvar vidas y ser útil a la sociedad.
Evocación de Consuelo
“Ya es hora de que dejemos de lavar los platos”, parecía proclamar en cada artículo periodístico o discurso academicista, como quien buscaba revertir la narrativa de que los negros eran seres sufrientes predestinados a las labores más duras y a vivir agobiados por tormentos y discriminaciones de toda índole. Obviamente, en su camino tuvo que enfrentar agravios raciales e incomprensiones por su espíritu reivindicador, pero aunque al final no obtuvo todo el reconocimiento merecido, la obra y el nombre de Consuelo Serra Heredia deben ser recordados por su singularidad.
Hija de Rafael Serra Montalvo, patriota, periodista y defensor de la igualdad racial que fuera gran colaborador y amigo de José Martí, Consuelo nació en Matanzas el 13 de julio de 1884. Era apenas una niña cuando emigró con su familia a Estados Unidos.
Estudió magisterio durante cinco años en el Normal College de Nueva York —hoy Universidad Hunter College—, donde se graduó en junio de 1905 y se tituló Doctora en Pedagogía.

De regreso en La Habana fundó un colegio privado en octubre de 1912, y ejerció como profesora de inglés en la Escuela Normal para Maestros en 1921. Su experiencia allí sirvió de inspiración para su libro Para mis alumnas de la escuela Normal de Maestros. En paralelo se matriculó en la Universidad de La Habana con el propósito de revalidar los grados académicos obtenidos en Estados Unidos y titularse además como Doctora en Filosofía y Letras.
La escuela que fundara radicó a las afueras de La Habana, en Arroyo Naranjo. Mientras el panorama pedagógico de la etapa republicana se basaba en moldes prefijados, ella advirtió con su chispa extraordinaria que los planes de estudio conducían a formar cerebros fragmentarios. Bajo su guía y consiguiendo nuclear un excelente colectivo de maestras, más que instrucción integral en ciencias, artes y valores morales, ofrecieron calor de hogar a sus discípulos.
En carta escrita en 1937, un viejo estudiante valoraba: “La labor realizada por esta educadora cerca de nosotros aquí en Cuba, entendemos que es de la misma calidad de la que en otro tiempo realizara en su país [Estados Unidos] el eximio educador Booker T. Washington, en cuanto uno y otra, en circunstancias muy desfavorables, se propusieron la labor grandiosa de enseñar a la raza una manera más eficaz de aproximarse a la civilización presente y a la vida. Y en ese afán, la Dra. Serra ha sacrificado su juventud, su inteligencia, su hacienda, todo”.
La Escuela Hogar “Consuelo Serra” dejó de existir en 1961, cuando se nacionalizaron las instituciones académicas privadas del país. Pocos años después se derrumbó, según testimonió en magnífico texto Josefina de Diego, también antigua alumna del plantel.
Consuelo Serra colaboró con diferentes órganos de prensa de su época. Escribió las secciones “Pedagógicas” en la revista Adelante (1936-1939) e “Ideales de una Raza” en el Diario de la Marina. En referencia a las virtudes de las personas negras y a la necesidad de respeto y unidad entre todos, sostenía: “Debemos difundir nuestros valores, ya que, afortunadamente, no tenemos que crearlos (como podemos estar legítimamente orgullosos de decir) como siempre han existido en las mentes y corazones de nuestros mayores. Una dignidad por la que sentimos el legítimo orgullo de ser cubanos y de ser negros, porque los cubanos negros hemos hecho muchas cosas buenas y respetables en todas las etapas de la vida, y no siempre de manera mediocre, sino de manera distinguida y destacada. Nuestros mayores nos han dejado estas virtudes, estos valores éticos. A nosotros nos toca recogerlos y ponerlos en alto, para que todo el mundo los vea y se logre la paz y la unidad entre todos los cubanos”.
De niña Consuelo Serra conoció a Martí. Este besó su frente, le obsequió La Edad de Oro y en el libro la pequeña Consuelo comprendió que “las niñas deben saber lo mismo que los niños, para poder hablar con ellos como amigos cuando vayan creciendo”.
Como un misterio más de la infancia quedó fascinada por aquel hombre de orla apostólica, que conspiraba sin descanso y enamoraba a todos en favor de la independencia de Cuba. “Esté yo aquí o allá, haga como si lo estuviese yo siempre viendo. No se canse de defender, ni de amar. No se canse de amar. Un beso a Consuelo”, se despedía Martí de Rafael Serra y familia el 30 de enero de 1895. Partía al campo de batalla, a predicar con su muerte. Sencilla y austera, Consuelo Serra tuvo a su manera una vida apostólica.
Cielito lindo
A los 18 años Berta Moraleda ya había puesto su nombre por los cielos. Lo recordaría muchos años después, cuando aterrizó sus recuerdos en una nostálgica entrevista con un reportero de Bohemia (ver número del 24 de enero de 1975). Similar a las piruetas de un aeroplano a la deriva, fue la suya una vida marcada por extraños recorridos en zigzag.
Todo empezó el 23 de mayo de 1930, cuando siguiendo la estela de Raymonde de Laroche —una antigua actriz de teatro parisina que fue la primera mujer piloto con licencia del mundo—, la joven Berta recibió en La Habana su título de piloto-aviadora. De esa forma le correspondió el honor de ser la primera cubana autorizada para manejar un avión. Aunque es válido aclarar que la primera dama que conquistó los cielos de la isla sería la también francesa Madeleine Herveux, quien en 1921 voló desde la pista de aviación en el campamento militar de Columbia.
“Hay que imaginar la clase de intrepidez de esta mujer para llegar a volar uno de aquellos artefactos, el Curtiss Fledgling, un biplano convencional de fabricación norteamericana, inicialmente diseñado para la Marina y que posteriormente fue utilizado como taxi aéreo y avión de entrenamiento durante los años treinta del pasado siglo”, apunta el maestro del fotoperiodismo Jorge Oller en su artículo “Alas femeninas”.

“Con base en la escuela de aviación Curtiss —prosigue el autor— que radicaba en Rancho Boyeros, en las afueras de La Habana, la cubanita Berta Moraleda fue entrenada por la aviadora francesa France Harrel, una de las pocas mujeres que tenía licencia de pilotaje en el mundo entonces. Luego realizó su primer soleo o vuelo sin instructor y fue acreditada tras 53 horas de entrenamiento. Llegó a realizar acrobacias aéreas y acumuló más de 200 horas de vuelo en toda su carrera. Sin duda, fue una intrépida adelantada que demostró, al igual que nuestras contemporáneas, que para las mujeres no hay límite ni al surcar los cielos”.
Lo curioso es que antes de alcanzar la gloria era una simple telefonista de la Panamerican Airways. El viraje vino a consecuencia de un tráfico de influencias y un funcionario de la empresa exigió despedir a la muchacha para dar el puesto a una amiga estadounidense. Pero frente a la encrucijada donde otros vieron una derrota, Berta encontró la oportunidad de su vida. Así lo relató a Alcides Iznaga, el periodista de Bohemia:
“Yo era el sostén de la casa. Mi padre, Guillermo Moraleda, era tipógrafo, de ideología marxista, y amigo de Alfredo López, con el que estuvo preso e incomunicado… Mi cesantía fue un golpe rudo para mí […]. Y pensé en volar, en la posibilidad de dedicarme a esa actividad, donde no tendría que temer por mi empleo, una vez concretado. En esa época, la Compañía de Aviación Curtiss estableció una escuela en el aeropuerto de Rancho Boyeros, y decidí matricularme en su primer curso. Me enfrenté con dos obstáculos: la negativa de mi padre y el problema financiero —no tenía un centavo—, el curso costaba ¡dos mil quinientos pesos!”.
Para cuando solo faltaba una hora para cerrar el plazo de la beca, la empecinada Berta consiguió obtener el consentimiento del receloso padre. Entonces corrió al despacho de Alfredo Hornedo, propietario principal de los diarios Excélsior y El País y accionista de El Crisol, a quien propuso que si le costeaba el curso, más adelante podía devolverle el dinero trabajando para su diario o llevando por vía aérea las matrices que se imprimían en Santa Clara; eso sin descontar lo suculento de tener en casa a la primera aviadora cubana. El magnate, que no tenía un pelo de tonto para los negocios, halló interesante la promesa y puso la chequera sobre la mesa.
En el aire era valiente como en tierra. Con la misma temeridad y decisión afrontó retos y accidentes inherentes al oficio: “Viví una vez un conato de aterrizaje forzoso —confesaría—. Al sentir un ruido extraño del motor empecé a volar sobre un campo de caña; entonces, cuando ya iba a terminar el vuelo de forma peligrosa, recordé que mi instructor recomendó que evitáramos, en lo posible, los descensos de emergencia y, rauda, puse en marcha nuevamente el avión… ¡con un gran esfuerzo pude tomar pista!”. No siempre los vientos soplaron a favor y al final el sueño cayó en picada.
“La aviación fue siempre un pedacito importante de mi vida. Lástima que me durara tan poco”, lamentó. Eso sí, cuando Alcides Iznaga la descubrió arrugada y olvidada en su vieja casona, todavía recordaba con orgullo que cada vez que rodaba por la pista hacia las nubes empezaba a tararear su melodía de vuelo, himno de identidad: Ay, ay, ay, ay… canta y no llores. Porque cantando se alegran, cielito lindo, los corazones.