Desde que tengo memoria, en Cuba se escucha que un vecino, un amigo o un familiar “se fue pa’l Yuma”. Ese destino, “envuelto en una nube de misterio”, como canta Frank Delgado, tejido por relatos de prosperidad, peligro y nostalgia, alude a Estados Unidos, pero sobre todo a Miami.
Para la isla, Miami es más que una ciudad: es un mundo ajeno y a la vez cercano, sobre todo desde que internet entró en los teléfonos. Lo conocemos a través de las historias de los emigrados, las remesas que llegan y las imágenes —con demasiada frecuencia distorsionadas— que ofrecen los discursos políticos, las redes sociales y los medios de comunicación. Como suele pasar, la realidad es mucho más rica y compleja que cualquier caricatura… incluso cuando el contacto con ella no supera una semana. Así ocurrió, hace unos meses, cuando visité ese rincón del sur de la Florida, con una mezcla de expectativas y emociones.
La ciudad me recibió con un gran abrazo. Dos amigos de la vida, con quienes compartí alegrías y sinsabores desde la adolescencia en Cuba, me esperaban en el aeropuerto. No los veía desde hacía más de una década. Ese abrazo fue una señal de que, a pesar del tiempo, la distancia y los rumbos diferentes que tomaron nuestras vidas, algunas conexiones permanecen intactas. Ellos fueron los encargados de mostrarme la ciudad. Su ciudad.
Las amplias avenidas, las distancias abrumadoras y la escasa presencia de peatones en las calles me hicieron notar que es una ciudad diseñada para moverse en auto. Las dimensiones son tales que uno se siente como un grano de arena en un inmenso desierto de asfalto, un observador perdido en un panorama gigantesco y artificial.
Sin embargo, hay microuniversos que rompen esa dinámica. Miami es, ante todo, un mosaico multicultural en el que coincide gente de todas partes del mundo. Aquí se entrelazan las historias de cientos de miles de latinos que llegaron buscando una oportunidad. Por eso, aunque el inglés sea el idioma oficial, en muchos sectores predomina el español, algo que me hizo sentir en casa, aunque en un entorno distinto.
Uno de esos lugares es La Pequeña Habana, parada obligada si eres cubano. Allí, en ese barrio cargado de nostalgia criolla, los encuentros y las charlas en las esquinas son parte de la vida diaria. Es un rincón donde las raíces cubanas se afianzaron, donde los símbolos, la música, los colores y los olores mantienen viva una identidad.
Es imposible hablar de Miami sin mencionar la diáspora cubana, fundamental para el carácter de la ciudad. Aunque los tiempos han cambiado y las generaciones más jóvenes se distancian de las vivencias de sus abuelos, el legado cubano sigue siendo una parte esencial de la identidad de la ciudad. No solo se manifiesta en lugares como La Pequeña Habana, sino también en el papel que los cubanoamericanos han jugado en la política, la economía y la cultura local. Miami no sería lo que es hoy sin la presencia y el impacto de los cubanos.
La ciudad también muestra otras caras: es una ciudad de consumo y excesos, con yates y cruceros, grandes centros comerciales y rascacielos. Impacta la convivencia de dos mundos: el de la opulencia y el del sacrificio, ambos coexistiendo a cada paso.
Esa dualidad me mostró que Miami va mucho más allá de los estereotipos. Es una ciudad de contrastes, donde la tradición y la modernidad conviven, y la diversidad cultural es una constante que se manifiesta de formas inesperadas. Es un rincón del mundo que, como tantos otros, escapa de las simplificaciones.
Miami es un lugar de encuentros y desencuentros. Aquí los sueños a veces se hacen realidad, pero también pueden convertirse en largas luchas. Es un espacio que desafía las expectativas y que, por su propia naturaleza, obliga a mirar más allá de la postal turística y, sobre todo, de los estereotipos.