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Todas las vidas negras

La muerte del joven Hansel Ernesto Hernández Galeano a manos de un policía en La Habana no es un crimen racista en sí mismo, pero es innegable la carga racial que acompaña el itinerario de carencias que accidentaron la malograda vida de su víctima.

por Roberto Z Roberto Z
julio 4, 2020
en Opinión
2
Foto: Calixto N. Llanes.

Foto: Calixto N. Llanes.

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Esperé que, en su emisión estelar, el Noticiero Nacional de Televisión diera la noticia. Solo para verificarla y escuchar la versión oficial que, lamentablemente, no llegó hasta tres días después: ha muerto un joven negro de 26 años, producto de dos disparos que un policía hizo cuando el occiso escapaba.

Las versiones que circularon con rapidez descartan un accidente y fuego cruzado. Hablan de un crimen policial que la versión oficial luego determinó como actuación “en defensa propia”. Muchos lo relacionan con aquel otro que impactó al mundo recientemente. Más allá del contexto y las razones, se impuso la muerte. Poco importa que sea raro este tipo de noticia en Cuba y que los medios oficiales dejen correr las especulaciones y no se pronuncien a tiempo.

Lo cierto es, repito, que murió un joven negro desarmado por disparos de un policía. Su sangre empieza a calentar la rabia de parientes y amigos que piden justicia y de personas impactadas que preguntamos sobre esta muerte inoportuna y huérfana de explicación en noticieros.

¿Cómo se explica que, en medio de un contexto global altamente racializado y politizado, un policía en Cuba dispare contra un hombre desarmado? No conozco los procedimientos policiales cubanos, pero sí la forma en que la policía trata a los jóvenes negros porque fui joven y sufrí maltratos, algo que las organizaciones antirracistas denunciamos mucho.

En algún momento, se coordinó un encuentro con autoridades policiales para discutir este asunto, pues el Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX) había logrado un acuerdo con esa institución, que parecía alentador. El nuestro nunca tuvo lugar y aún es necesario porque los jóvenes de fuera de La Habana, mayoría entre los integrantes de la policía cubana, desconocen los códigos urbanos de una capital donde otros jóvenes tan negros, mestizos y blancos como ellos se convierten, por obra y gracia de las llamadas figuras delictivas, en sospechosos de los delitos que los policías aprenden en un listado de Academia.

En el caso de negros y mestizos, el listado tiene un efecto lombrosiano, que lo torna abusivo. Me consta a mí y a mucha gente negra que compartimos horas de carpetas y calabozos de estaciones de policía, donde juraría que el 80 % no merecíamos estar allí.

Pero estoy hablando de casi 20 años atrás. Hace pocas semanas, un policía cubano moría a manos de un delincuente. Esto crea un ambiente negativo entre las fuerzas del orden público, que les recuerda su vulnerabilidad y supongo que enfurezca, con su razón, a algunos.

En medio de una situación pandémica, que genera muchas tensiones e indisciplinas sociales, también se disparan las alarmas sobre cualquier desacato o violencia callejera. Trato de relacionar ambas miradas para explicarme los minutos previos a esta muerte irrebatible, producto del nerviosismo o la frustración de un policía que quizás se convierta en legítima defensa. Pero esa muerte seguirá siendo escandalosa y se convertirá en el fantasma de un viejo reclamo ciudadano, apenas escuchado.

El racismo no es un vestigio

Poner el oído en el pecho de la ciudadanía pasa también por no reclamar a los jóvenes negros más que a otros, solo porque llevan trenzas u otras modas. En el imaginario social, los delincuentes negros siguen siendo más que en las propias estadísticas. Sus vidas están más cerca del prejuicio racial y más lejos de trabajar en atractivos negocios privados o asistir a la universidad. Validar tales prejuicios y procedimientos afecta la plenitud de estos jóvenes y les empuja un poco hacia el abismo socioeconómico que hoy aparece ante sus ojos.

Hay que cerrar la puerta hacia la frustración social y dotarlos de herramientas que reparen su autoestima, ofrecer capacitación primero y luego, oportunidades que provoquen una transformación dentro de esos grupos de muchachos que parecen perdidos, pues el tren de las oportunidades que pasó más cerca de ellos fue durante la llamada Batalla de Ideas. Unos pocos subieron al último coche: las universidades municipales, que graduaron a miles de jóvenes, a pesar de la resistencia de una clase profesional cuyos hijos accedían a los mejores preuniversitarios y cursaban carreras universitarias.

Tener una mirada crítica sobre lo que sucede fuera del país y otra mirada esquiva sobre lo que sucede adentro sobre un mismo tema genera incoherencia a la hora de poner a dialogar el discurso local con el global. La cuestión racial ha quedado relegada a una competencia inútil con Estados Unidos. Eso provoca un desenfoque sobre nuestra real situación racial. En otra parte hablé de los usos y abusos de la muerte de George Floyd en América Latina, que refuerza la ceguera con que tratamos al racismo local e impide distinguir los racismos que tienen lugar en Brasil, México, Costa Rica, Colombia, Francia, Inglaterra y también en Cuba.

Es vergonzante no saber reconocer nuestros propios entornos racistas y el daño que el discrimen deja entre cubanos. Ese error se comete a diario y alimenta un monstruo llamado colonialidad, como parte del cual las viejas opresiones no ceden su lugar, sino que se renuevan, mezclan y sofistican por encima de cualquier ideología.

Activistas y organizaciones antirracistas llevamos 30 años alertando sobre complejos procesos sociales que tienen lugar en Cuba bajo la discriminación racial. Estos atraviesan transversalmente la sociedad, y afectan a negros, mestizos y blancos, aunque no en igual medida.

Esos fenómenos comenzaron, antes del Periodo Especial, con la disección crítica de un malestar entre la población negra. Si bien la crisis económica de los noventa deterioró muchos valores sociales, justamente ese periodo generó acciones y proyectos antirracistas que denunciaron el modo en que las nuevas tendencias económicas e ideológicas impactan a la población negra, que pagaría un mayor costo social y vería reducidos sus niveles de igualdad social.

Las demandas elaboradas por las organizaciones, comisiones y asambleas antirracistas celebradas en los años noventa del siglo XX y en la primera década del XXI fueron olímpicamente desestimadas. El activismo antirracista comunitario fue forzado a replegar su labor en nuestros barrios difíciles. El horizonte utópico de esa población casi desapareció y en las batallas cotidianas fue, en un alto por ciento, la perdedora.

Buena parte de los criminales cubanos, dentro y fuera de las cárceles, se clasifican como negros. Muchas de esas personas han cumplido penalidades muy altas, incluso pena capital. Ello impacta psíquica y socialmente a la joven población negra, aunque sea difícil de medir en los tantos estudios sobre racialidad en Cuba, en los que no se habla de la resistencia de un grupo social tratando de expulsar el racismo de sus vidas, a veces negándolo y otras aceptándolo. Unos lo reproducen y algunos lo combaten, pero todos van solos en la pelea contra los demonios racistas.

Hacer la tarea del antirracismo en Cuba

Falta una práctica (ciudadana, gubernamental o ambas) que aligere la carga social y proponga curas responsables a corto, mediano y largo plazo para articular una nación inclusiva, menos dolorosa.

La muerte del joven Hansel Ernesto Hernández Galeano a manos de un policía en La Habana no es un crimen racista en sí mismo, pero es innegable la carga racial que acompaña el itinerario de carencias que accidentaron la malograda vida de su víctima, su entorno social y su bajo nivel de expectativas. Todo eso empujó la rabia ciega de un policía que disparó contra otra rabia que el disparo no mató.

Al final, Hansel es una especie de arquetipo agónico en el actual drama cubano. Él no debió morir, pero su destino lo empujó a una muerte que ni siquiera le miró a los ojos, pues recibió el tiro de espaldas. Me recuerda a personajes negros como María Antonia y Andoba, de los dramaturgos Eugenio Hernández y Abraham Rodríguez. Tragedia familiar y agonía social que no clasifican para protestas mundiales, ni resuenan con el impacto mediático de vidas negras afroamericanas. Se cierra el telón, se apaga una vida y asistimos a un entierro imposible, como de semilla en primavera.

En Cayo Hueso, Centro Habana, junio y 2020.

*Este texto se publica a partir de un comentario del autor en Facebook, a solicitud de OnCuba.

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Comentarios 2

  1. Antonio says:
    Hace 3 años

    Hay que analizar los hechos en sí antes de centrarse en que si quienes intervienen fueron negros, mulatos, asiáticos o blancos. Las características físicas pueden influir en la forma de reaccionar de los actores concurrentes en un suceso pero únicamente deben ser tenidos como elementos accesorios. Si las víctimas tanto aquí como de EU hubiesen permutado de colores de la piel el suceso sería el mismo aunque con connotaciones diferentes. Es necesario llamarse a la cordura, exagerar la relevancia de circunstancias colaterales, como los rasgos físicos, es altamente peligroso. Es repudiable el empleo excesivo de la fuerza por parte de la policía, pero tampoco se puede constreñir su actuación cuando están continuamente sometidos a la presión sicológica ante el peligro de ser agredidos. La presunción de un delito requiere de actuar sin excesos, pero con energía. Las ventajas no pueden ser para los malos. Y si el muerto fuese el policía. Saludos.

    Responder
    • Pepe says:
      Hace 3 años

      Exelente comentario, comparto totalmente con usted.

      Responder

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